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ALPARGATERAS

EN CADA RINCÓN, UN ARTESANO

ALPARGATERAS
En cada rincón, un artesano
Calles empedradas, regato de agua en medio, balcones cargados de geranios y claveles
reventones, solanas de madera con ristras de pimientos entre rojos y verdes y algunas bolas
picantes, casas con patio o zaguán donde la imaginación de cada dueño volaba tratando de
ingeniar cómo sacar unas cuantas perras gordas ejerciendo algún oficio a veces heredado de
los padres, otras aprendido como aprendiz con algún maestro artesano.
Los artesanos invadían las calles con sus puestos, silleteros, alfareros, mimbreros, zapateros,
barberos, orfebres o cacharreros, vociferando el género ¡Hay picón de encina!, cantaba el
piconero. ¡Japutas frescas, sardinas prensadas!, el pescadero, ¡al café cubano!, anunciaba la
portuguesa, ¡se arreglan pucheros, cazuelas, paraguas!, ¿hay algo carrile? No es difícil
imaginar la algarabía y el ajetreo que reinaba en los pueblos donde la vida era sencilla y cada
cual campaba como mejor sabía con un oficio del que dependía el sustento de la familia y así
poder llevarse un cacho pan a la boca.
La familia Álvarez Aceituno era una de tantas, con su puesto de alpargatas en la calle Botica,
Adoración Aceituno se quedó viuda con tres hijos, su marido emigró como tantos otros a
Francia regresando cansado y enfermo, por prescripción medica le pusieron en cuarentena a
las afueras del camino del Sopetrán. Solo su mujer podía visitarle y algún que otro ladrón que
le robó todo el dinero que llevaba con sí. Al morir Isidro, a Adoración no le quedó otro
remedio que retomar el oficio que aprendió de pequeña con su padre. Enseño a su hija mayor
a coser en la máquina de pedales y a los dos varones a ensamblar y trenzar las cuerdas para las
suelas de las alpargatas. Adoración se encargaba de cerrar las ventas, cosían al lado de su
puerta y guardaban el género en el zaguán que compartían con más vecinos. No les fue mal
hasta que estalló la guerra, reclutaron a dos de sus hijos y la sombra de la muerte no tardo en
hacer de las suyas. Ninguno de ellos regresó a casa y Adoración, como tantas otras mujeres de
la posguerra, tuvo que seguir haciendo alpargatas hasta el final de sus días.

Así transcurría la vida de tantas y tantas familias de artesanos, en las calles tenían sus vidas y
regalaban al mundo su experiencia, sus productos y su ilusión, en el caso de Adoración y su
familia, tan solo unas simples zapatillas de esparto
©Ana María Rodríguez

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